Juan Domingo Aguilar: «Las cosas que más nos importan son las que más capacidad tienen para hacernos daño»

Foto Juan Domingo Aguilar por Jeosm Fotografía: Jeosm

El poeta y narrador jienense Juan Domingo Aguilar charla con nosotros tras la publicación de Cuántas noches son esta noche (La Navaja Suiza).

¿Qué tienen las noches para que en ellas sucedan tantas cosas y tan únicas, como si sus horas transcurriesen de manera diferente a las de los días?

Reconozco que siempre he sido algo trasnochador, para bien y para mal (risas). De hecho, en algunas épocas de mi vida he sufrido de insomnio y no es nada agradable, además de tener que consumir frecuentemente ansiolíticos para poder dormir unas cuantas horas seguidas por otras cuestiones vinculadas con la salud mental tan frecuentes, por desgracia, sobre todo en gente de mi generación. De todas formas, sin caer en romantizar demasiado los excesos, siempre ha existido algo literario en esa luz amarillenta de las farolas que iluminan las calles de una ciudad a última hora como señalando un posible camino distinto. La noche siempre ha tenido algo magnético sobre todo en el plano creador: infinidad de canciones han tratado el tema, La noche eterna de Él Mató a un Policía Motorizado, por mencionar una de las canciones de los grupos que aparecen en la novela y que escuchan los personajes, hay cientos de poemas sobre la noche, cuentos como Nadar de noche de Juan Forn en el que un hijo habla con su padre muerto frente a una piscina y que me encanta, y también muchas películas sobre la noche o que transcurren de noche. «¿Para qué son las noches? Para atravesar el tiempo hacia otro mundo», escribe Laurie Anderson, una artista que me gusta mucho, en su libro El corazón de un perro y no podría estar más de acuerdo. Creo que el ser humano tiene una fascinación natural por todo el simbolismo que implica lo relacionado con la noche y sus distintos significados, somos animales nocturnos, como los insectos que no pueden evitar sentirse atraídos por la luz, aunque sepan que terminarán achicharrados.

Aunque atesoras experiencia en diferentes actividades dentro del ámbito literario, desde escribir y dirigir teatro hasta ejercer como periodista cultural, hasta ahora eras conocido sobre todo por tus publicaciones como poeta. ¿Cómo has llevado esta incursión en un nuevo terreno para ti?

Siempre me ha interesado mucho la poesía con un tono más narrativo como ocurre en el caso de la tradición de habla inglesa, en la obra de autores estadounidenses y canadienses como Frank O’Hara, Ron Padgett, Sharon Olds, Anne Carson, Denise Duhamel, Mary Ruefle o Anne Michaels. Además, son muchos los autores que empezaron escribiendo poesía y luego pasaron a la narrativa. Por citar algunos actuales que me interesan podríamos hablar de Luis Chaves, Mercedes Halfon o Fabián Casas y más canónicos como podría ser el caso de Bolaño, por citar un ejemplo más típico. Muchos grandes narradores vienen de la poesía y tiene sentido porque al final los cimientos de cualquier buen texto, al menos para mí, residen en el ritmo y las imágenes, dos aspectos que son fundamentales para escribir buenos poemas y que van dando forma al estilo. En esta novela, por ejemplo, aparecen poemas de un libro que también acaba de salir con Hiperión llamado Un mal de familia, porque me gustan ese tipo de juegos. No soy el primer autor que juega con esto, se me ocurre por ejemplo Gospodínov, que en varios de sus libros introduce fragmentos muy parecidos, pero con una intencionalidad distinta; además creo que al final todo lo que escribimos está relacionado, queramos o no, y forma parte de una especie de obra global que tiene vasos comunicantes que unen un género con otro de manera natural. Aunque es evidente que hay que poner más atención a ciertas técnicas en función del tipo de texto que trabajemos, si rastreamos la obra de muchos autores en busca de pistas, seguro que encontramos el germen original de ciertas imágenes u obsesiones en un poema que luego se desarrolló de una manera parecida pero distinta en un cuento o encajada dentro de una novela. Es como si estos fragmentos se llamaran entre sí para comunicarse como los perros que ladran separados por un muro en verano a la hora de la siesta. En cada uno de estos espacios el texto adquiere una significación distinta. Me gustan todos estos divertimentos literarios y no creo que haya que teorizar tanto al respecto ni pensarlo demasiado: todo lo que escribimos forma parte de lo que somos y de lo que nos interesa, tanto en la vida como en la escritura, que a menudo vienen a ser lo mismo. De ahí vienen todos esos materiales y justo por eso son susceptibles de atravesar muchas de las historias que contamos. En eso, creo, es en lo que se basa la literatura, o al menos las propuestas que más me gustan.

No sé si estarás de acuerdo con la etiqueta de “novela de autoficción”, pero seguro que cuando estabas escribiendo el libro ya temías que te acabarían preguntando sobre esto en más de una entrevista.

Claro, lo veía venir (risas). Todas las preguntas sobre cuánto de biografía hay en un libro son complicadas. Hablar de lo autobiográfico es como hablar de ese término de «novela de autoficción» que mencionas. En realidad, autoficción solo es una palabra acuñada en 1977 por Serge Doubrovsky, crítico literario y novelista francés, para designar su novela Hijos. Pero es eso: solo un término. Ni más ni menos. Empeñarse en defender esta catalogación o entrar a discutir sobre qué es la autoficción o su mera existencia, es un debate académico que no me interesa, del mismo modo que las etiquetas tampoco y me parecen una verdadera pérdida de tiempo. ¿Por qué nos importan tanto las etiquetas y las catalogaciones más sesudas? No lo sé. Lo que sí sé es que me gustaría escribir algo que no fuera pesado ni largo, una postura literaria y vital que ya defendía hace muchos años Natalia Ginzburg, que me interesan más libros de algunos autores como Mercedes Halfon, Luis Chaves o Gonzalo Maier por mencionar algunos actuales, que muchas novelas de un estilo que podríamos llamar “más convencional”. Me gustan los libros que se centran en lo pequeño, que con muy poco son capaces de hacer mucho. El debate de ficción vs. realidad me parece una pérdida de tiempo. Nuestro trabajo, a fin de cuentas, consiste en robar, apropiarse, y romper en mil pedazos la percepción del mundo y reunirlos de otra manera para intentar dar una imagen reconstruida. Debemos robarle a la vida todo lo que queramos, para eso es nuestra. En el fondo, tanto la poesía como la narrativa, aunque sea confesional o con un formato más fragmentario o de diario, sigue teniendo su lado de ficción, ya que todos ficcionamos cualquier acontecimiento desde el momento en que ordenamos el mundo con palabras, se modifica su propia naturaleza en función de nuestro imaginario, nuestra herencia cultural y social, nuestro posicionamiento y, en definitiva, nuestra visión del mundo. Del mismo modo que cuando recordamos, los recuerdos “verídicos” se mezclan con imágenes ficticias generadas por nuestra propia mente, ya que siempre que recordamos estamos, en parte, inventando aspectos como los sentimientos, las apariencias, las intenciones y, en definitiva, los hechos. Esta idea no es nueva, ni siquiera es mía, se la robo siempre que puedo o me preguntan por este tema a Vila-Matas, que además tiene un libro de cuentos titulado Recuerdos inventados que sirve como ejemplo para todo esto que estamos hablando. Quizá la mejor respuesta a esta pregunta sea citar a Mario Levrero cuando en Diario de un canalla, Burdeos 1972, dice «no me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida».

La manera en la que está estructurado el texto se asemeja mucho a la de un diario, aunque su escritura está dirigida a una segunda persona, a un tú femenino que sabemos quién es. En ocasiones nos podemos llegar a olvidar, cuando desaparecen los verbos en segunda persona durante el relato, pero tarde o temprano se recobra la constatación de esa confidencia. ¿Por qué elegiste esta fórmula?

Siempre me han obsesionado los diarios personales de los autores, uno de mis libros favoritos es La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro. Este formato de diario me permitía poner a dialogar diversos elementos en la novela: imágenes de obras de arte, fotogramas de películas, poemas que el propio protagonista escribe, poemas de otros autores con los que juega e incluso tacha algunas partes para que se ciñan al argumento que está viviendo. La novela para mí es el territorio de todo lo posible y sus límites son amplísimos. Este formato más híbrido hacía más fácil integrar todos estos recursos de manera natural. También en este libro el protagonista se dirige a una pareja como si fuera una especie de carta. Hay novelas que usan el formato de diario como estructura, como es el caso de Diario pinchado de Mercedes Halfon y otras de Natalia Ginzburg, por ejemplo, La ciudad y la casa, que tienen también ese estilo epistolar que comentas, de confidencia. Tampoco es que en este caso sea epistolar por completo, pero sí está dirigido a una segunda persona, aunque esté escrita en primera. Encontré que era la forma más efectiva y más cómoda para la voz del protagonista, para narrar todo lo que estaba ocurriendo de una manera más fresca y dinámica. A veces es más fácil exponerse y ser vulnerables cuando nos dirigimos a otro que reconocer nosotros mismos lo que somos.

Cuántas noches son esta noche gira fundamentalmente en torno al amor, aunque casi siempre con consecuencias en forma de dolor y dudas. Al fin y al cabo tres cuestiones muy humanas: el amor, el dolor y la duda.

Portada Cuantas noches son esta nochePara mí escribir es un asunto de amor y no podemos amar algo o a alguien sin estar dispuestos a terminar destruidos: quedamos expuestos y somos vulnerables, igual que cuando escribimos. Como dice Fabián Casas en uno de sus ensayos bonsái: «la destrucción también es un acto creativo». Estoy convencido de ello. Eso sí, no hay que caer en la romantización de lo destructivo. En mi caso siento debilidad por todo lo que se pierde, que es otra forma de destruirse, desde una sudadera que alguien nos regaló y desapareció en una mudanza a una obra de arte que, transportada de una ciudad a otra, nunca llegó a su destino de la forma esperada, como ocurrió con El gran vidrio de Duchamp o el retrato que el artista Ydáñez hizo de Lorca con el que ganó un premio bastante destacado de arte contemporáneo pero que, parecía que se había quemado en un traslado en camión. Las cosas que más nos importan son las que más capacidad tienen para hacernos daño, como el amor y su posible pérdida, la familia y su deterioro, sus peleas internas o la incapacidad para asumir la muerte de los miembros que la integran.

En cualquier caso, podría decirse que en esta novela más que lo ocurre, lo importante es cómo se ve, cómo es o cómo será recordado lo que ocurre.

Sí, puede ser, igual ahora que me dices esto, pienso en una reflexión que hace Yiyun Li en uno de sus libros cuando dice que escribir sobre los momentos compartidos con otros es revivir esos sentimientos, pero que ella escribe, justamente, para dejar esos sentimientos detrás. En mi caso ocurre algo parecido. En lo referente al amor, a menudo nos recreamos en el pasado, es fácil dejarse llevar por “lo melancólico” e inventar nuestros recuerdos, mejorándolos a menudo, frente a lo que en realidad eran. Cuando hemos amado, revivimos una y otra vez esa historia, la misma historia. Ya lo dijo Foster Wallace: toda historia de amor es una historia de fantasmas. Cuando escribimos pasa lo mismo: corremos el peligro de enamorarnos del fantasma de lo que fuimos.

Aunque no es el tema central de tu libro, transversalmente tienen bastante presencia en él las dificultades a las que se enfrenta la generación que está llegando a la treintena en la actualidad. Una generación bajo una sombra de precariedad de vivienda y trabajo, sensación de haber sido engañada e incluso necesidad de medicación.

Pertenezco a una generación que siente el fracaso como algo ligado a su ADN. No es que seamos más narcisistas, ni más blandos, ni que nos quejemos por cualquier cosa, es que los problemas que estamos viviendo son muy distintos y estamos aprendiendo a exteriorizarlos de otra forma. Siento que también hemos cambiado para bien en algunos aspectos: por primera vez intentamos hablar de manera abierta de ciertos temas, sobre todo en cuanto a vínculos afectivos, familiares, sexuales, ciudadanos, temas emocionales, de salud mental o de identidad, que hasta ahora ni se mencionaban porque lo que imperaba era guardarse todo, apretar los dientes y seguir hacia delante, cargando todo por dentro como una cruz, sobre todo en sociedades como la española, con esa fuerte carga de silencio que impone la religión católica tras cuarenta años de dictadura. No digo que nuestros problemas sean más o menos graves que los de las generaciones anteriores: no olvido que nuestros abuelos vivieron la guerra, pero sí creo que la de nuestros padres y los boomers tuvieron las cosas algo más fáciles. Ellos podían decidir si querían tener hijos, si querían comprar una casa o vivir de alquiler, por ejemplo. Eso a nosotros no nos pasa: ¿Cuántas parejas asentadas no pueden plantearse ir a vivir juntos porque ni siquiera podrían pagar el alquiler? No podríamos ni aunque quisiéramos por una serie de limitaciones socioeconómicas. Hay autores algo más mayores que nosotros que han hablado de este tema ya, no es nuevo, lo que sí es nuevo es el punto de vista: Ellos nos han dicho los últimos años que no habían podido comprar una casa y que estaban condenados a vivir de alquiler toda su vida. ¿Cuál es la diferencia con nosotros? Que yo encaro la treintena siendo lo que ahora denominan un “joven adulto” y no es que no pueda comprarme una casa o pedir una hipoteca o esté condenado a vivir de alquiler, es que directamente no podemos acceder a un alquiler propio porque trabajamos en empresas en las que cobramos cuatrocientos euros y estamos condenados a vivir en una casa compartida con cinco personas a una hora del centro. Nos prometieron que íbamos a ser la generación más preparada, que íbamos a dominar el mundo y lo único que hemos conseguido es abrazar la precariedad. Todo esto es algo que está directamente relacionado con que lo fragmentario se haya abierto paso en los últimos años en el plano literario: en la literatura hay un fuerte factor socioeconómico y por eso es importante hablar del tiempo como un valor casi en el sentido capitalista del término, porque al final muchos escribimos en los huecos que tenemos cuando terminamos de hacer otras cosas. Es complejísimo dedicar todo tu tiempo solo a escribir. Las formas de escribir han cambiado también. En mi caso y el de las propuestas que me interesan, se pone el foco en las cosas pequeñas para narrar otras más grandes, intentan alejarse por completo de ese concepto tan occidental y elitista de “la gran novela” o “el gran relato”. Me interesa ese formato fragmentario, más rápido, con más ritmo, porque en la sociedad en la que vivimos y el momento en el que estamos entiendo que muchas novelas se construyen así de manera más natural.

También nos encontramos con algunas reflexiones acerca de la posibilidad de considerarse escritor o no. ¿Qué opinión tienes del llamado síndrome del impostor?

A los que empezamos escribiendo poesía y damos el salto a la narrativa siempre nos produce un poco de vértigo esa sensación, sobre todo si lo que nos interesan son propuestas más híbridas y fragmentarias, que se corresponden menos con el concepto tradicional de “novela” que hay sobre todo en países más conservadores desde un punto de vista formal como España. Creo que, en definitiva, es mejor no pensarlo mucho ni teorizar demasiado al respecto, los escritores somos unos mentirosos y eso está bien porque así debe ser y punto. Somos unos impostores profesionales que se dedican a robar imágenes y mentir siempre en favor de la literatura, del relato.

Resulta inevitable preguntarte acerca de tu estancia como residente en la Fundación Antonio Gala, algo que dejó su huella en esta obra y seguramente en tu vida. De esta experiencia disfruta cada año un reducido número de jóvenes creadores procedentes de diferentes facetas artísticas. En hornadas anteriores pasaron por esa casa nombres que más tarde se harían conocidos, como es el caso de Clyo Mendoza, Sara Torres o Juan Gómez Bárcena. En tu caso, ¿qué podrías contar acerca de tu vivencia dentro de los muros de lo que mucho tiempo atrás fue un convento?

La Fundación es una experiencia compleja e intensa, pero también un regalo que Antonio, de manera valiente, generosa y única, decidió hacer a los jóvenes creadores. Para mí fue uno de los años más importantes de mi vida porque me permitió tener tiempo no solo para escribir, sino para decidir si de verdad quería dedicarme a la escritura. Creo, de hecho, que este era uno de los objetivos principales por los que Antonio concibió un tipo de experiencia tan particular. Los que hemos vivido entre sus muros siempre cargamos con una pequeña marca, como reza su lema, sobre nuestro corazón. La capacidad que tuvo para construir un refugio en medio del ruido es algo que nunca le podremos agradecer lo suficiente y que creo que no se le reconoce tanto como debería.