Recibimos la visita de Sara Gutiérrez que presenta su libro El último verano de la URSS, en el que rememora su viaje a través de todo ese país justo antes de la disolución de la Unión Soviética y la creación de la Comunidad de Estados Independientes. El libro cuenta con las ilustraciones de Pedro Arjona.
En primer lugar, ¿cómo llegaste a estudiar en la URSS?
Buscando la manera de hacer la especialidad de oftalmología en el extranjero, me enteré de una convocatoria de becas para estudiar en la URSS. Sin dudarlo, envié mi solicitud; la oftalmología de la Unión Soviética tenía fama de ser puntera, pero había un gran desconocimiento de sus técnicas y mucho misterio en torno a todo lo que a ella se refería. Y tuve la suerte de que me concedieran la beca.
¿Por qué publicar el libro ahora?
Personalmente, porque después del confinamiento quería embarcarme en un proyecto que me ilusionara que me sacara de la pesadumbre a la que me sentía abocada. Editorialmente, porque este año 2021 se cumplen 30 años de la disolución de la Unión Soviética.
¿Lanzarse a la aventura de recorrer un país tan enorme y con todas las dificultades que entrañaba el viaje (solo con lo que costaba conseguir billetes de tren parece un milagro haber podido completar el recorrido) fue algo muy meditado?
Nada meditado. Ya me había ido en el 89 con el propósito de viajar lo más que pudiera, pero sin ningún plan concreto. Cuando ese verano del 91 supe que tenía 8 días libres desde el inicio de las vacaciones hasta la fecha de mi vuelo a España, diseñé el viaje que me pareció más factible dadas las circunstancias. Hay que tener en cuenta dos cosas: que no tenía más información que un mapa y una brevísima guía de viajes; y que, por mi condición de becada, no podía coger vuelos ni alojarme en un hotel, en realidad, no podía moverme de donde residía. De ahí que discurriera desplazarme en trenes nocturnos entre capitales de repúblicas. Luego sobre la marcha tuve que prescindir de Minsk, porque el tren desde Vilna llegaba de madrugada, y de Kishiniov porque, según me dijeron entonces, había un ambiente prebélico.
Háblanos de tu compañera de viaje.
Era una colega del hospital con cierto complejo de inferioridad por su condición de uzbeca, tuerta y divorciada. Una persona muy generosa que veía peligros por todas partes, que no tenía ningún interés en viajar por el placer de viajar, y que supongo que se sumó a esta aventura para protegerme. A mí no me apetecía que viniera conmigo porque me parecía que iba a suponerme un lastre. Al cabo, su compañía resultó lo mejor del viaje y nuestro periplo nos descubrió, entre otras cosas y aunque fuera a distintos niveles, el valor y alcance de la libertad individual.
¿En qué momento os visteis más apuradas?
Creo que lo más complicado fue cuando en Vilna no conseguíamos billete de tren para el destino que queríamos, y en principio para ningún otro. Temí sobre todo que acabara descubriéndose que estaba viajando sin permisos.
De todo lo que vivisteis, ¿qué te sorprendió más? ¿Qué descubriste de ese país?
Me sorprendieron muchas cosas, la verdad. Destacaría la marcada diferencia de las capitales de las repúblicas bálticas respecto al resto de territorios que conocía de la URSS y el fervor religioso de Lvov.
Si tuvieras que elegir una vivencia de entre todas las de este viaje, ¿con cuál te quedarías?
Con el momento en el que me senté en la escalera de Potiomkin en Odesa, feliz por estar a punto de cerrar el periplo sin contratiempos, y comprendí la importancia de lo mucho que habíamos vivido en tan pocos días.
¿Has sabido algo más de tus compañeros de aquella época?
Sí, con algunos he mantenido relación de manera ininterrumpida y otros han ido apareciendo por las redes sociales a medida que hacíamos difusión de la publicación del libro.