Pedro Aranda: «Tengo la sensación de que haber escrito un libro es algo así como haber llegado a la otra orilla»


Nos acompaña Pedro Aranda autor de El ruido que nos separa, novela finalista del Premio Icue Negro de Cartagena.

¿Cuándo decidiste que ibas a escribir?

Si me permites, voy a acotar la pregunta a cuándo decidí que iba a escribir este libro, para no tener que remontarnos demasiado lejos en el tiempo. Y, básicamente, puedo decir que fue cuando comprendí que tenía demasiado tiempo libre y no sabía muy bien qué hacer con él. Quiero decir, no me gusta el gimnasio, ni el yoga, ni las series. Y me da un miedo terrible volar, así que tampoco es que viaje demasiado. Luego, poco más queda. Me encantaría decir que escribir es la pasión de mi vida, pero también te estaría mintiendo. No todo lo que uno hace le gusta, o al menos, le hace una ilusión tremenda. Y todo este contexto se ve agravado por una ruptura sentimental algo traumática. Ese tipo de relaciones en las que cuando las cosas empiezan a ir mal, ella se pone a comprar compulsivamente libros de mindfulness e invierte muchas horas en leerlos y subrayar las ideas más importantes, y acaba poniéndose recordatorios en el ordenador, pegados con post it a la pantalla, de que tiene que ser feliz, al menos, tres veces al día. Y que si tiene que reprocharme algo, en lugar de hacerlo inmediatamente, lo escriba en un papel, se lo guarde y lo lea al día siguiente. Y, si entonces sigue queriendo decirme eso, puede hacerlo, pero solo ese día y no antes. Y cuando comprendí que yo era el responsable de haber propiciado ese estado, decidí dar un paso al lado. Evidentemente, hubo muchas más cosas que eso, pero cuando todo se terminó <strong>decidí empezar a escribir para tener la mente ocupada</strong>. Lo que pasa es que acabó siendo un libro tremendamente autobiográfico y doloroso. Y, por mucho que usara personajes con nombres americanos, acababa ubicando las historias en lugares inventados muy parecidos a El Algar, o La Unión, o Cartagena. Y me parecía como esos boxeadores que están tan cansados, que, en su intento por esquivar los golpes, se equivocaban de dirección y precisamente se movían hacia el lado donde el rival estaba lanzando los puñetazos. Y encontré un cierto símil en el hecho de que esos mismos boxeadores exhaustos, cuando ya no pueden más, la única manera que tienen de quedarse de pie y no caer desmayados ni que les sigan pegando es, precisamente, abrazarse al rival que los está destrozando a golpes.  El abrazo del boxeador, se llama. Y ahí le fui dando forma a la idea del libro, en la que usaba el boxeo como decorado, pero en el que los personajes están tan abatidos por las circunstancias que únicamente la forma que tienen de seguir adelante es abrazarse a ellas.Si me permites, voy a acotar la pregunta a cuándo decidí que iba a escribir este libro, para no tener que remontarnos demasiado lejos en el tiempo. Y, básicamente, puedo decir que fue cuando comprendí que tenía demasiado tiempo libre y no sabía muy bien qué hacer con él. Quiero decir, no me gusta el gimnasio, ni el yoga, ni las series. Y me da un miedo terrible volar, así que tampoco es que viaje demasiado. Luego, poco más queda. Me encantaría decir que escribir es la pasión de mi vida, pero también te estaría mintiendo. No todo lo que uno hace le gusta, o al menos, le hace una ilusión tremenda. Y todo este contexto se ve agravado por una ruptura sentimental algo traumática. Ese tipo de relaciones en las que cuando las cosas empiezan a ir mal, ella se pone a comprar compulsivamente libros de mindfulness e invierte muchas horas en leerlos y subrayar las ideas más importantes, y acaba poniéndose recordatorios en el ordenador, pegados con post it a la pantalla, de que tiene que ser feliz, al menos, tres veces al día. Y que si tiene que reprocharme algo, en lugar de hacerlo inmediatamente, lo escriba en un papel, se lo guarde y lo lea al día siguiente. Y, si entonces sigue queriendo decirme eso, puede hacerlo, pero solo ese día y no antes. Y cuando comprendí que yo era el responsable de haber propiciado ese estado, decidí dar un paso al lado. Evidentemente, hubo muchas más cosas que eso, pero cuando todo se terminó decidí empezar a escribir para tener la mente ocupada. Lo que pasa es que acabó siendo un libro tremendamente autobiográfico y doloroso. Y, por mucho que usara personajes con nombres americanos, acababa ubicando las historias en lugares inventados muy parecidos a El Algar, o La Unión, o Cartagena. Y me parecía como esos boxeadores que están tan cansados, que, en su intento por esquivar los golpes, se equivocaban de dirección y precisamente se movían hacia el lado donde el rival estaba lanzando los puñetazos. Y encontré un cierto símil en el hecho de que esos mismos boxeadores exhaustos, cuando ya no pueden más, la única manera que tienen de quedarse de pie y no caer desmayados ni que les sigan pegando es, precisamente, abrazarse al rival que los está destrozando a golpes. El abrazo del boxeador, se llama. Y ahí le fui dando forma a la idea del libro, en la que usaba el boxeo como decorado, pero en el que los personajes están tan abatidos por las circunstancias que únicamente la forma que tienen de seguir adelante es abrazarse a ellas.

¿Crees que las nuevas tecnologías realmente ayudan a los autores noveles?

Habría que empezar aclarando qué entendemos por nuevas tecnologías y, si me apuras, qué entendemos por autores noveles. Creo que entiendo el sentido de tu pregunta, pero permíteme matizar que novel no significa joven. De hecho, recientemente he sido nominado en el certamen de Cartagena Negra en el premio de autores noveles, y soy mayor que casi todos los que están nominados en el premio de autores consagrados. Me siento algo así como Sabonis y esos jugadores europeos que dan el salto a la NBA al final de sus carreras y acaban jugando el partido de rookies, para novatos de primer año, contra jugadores que no hace más de unos meses estaban en la universidad tratando de ligarse a las animadoras, mientras escondían con maquillaje de su madre los brotes de acné. Pero volviendo a la primera parte de la pregunta, ¿a qué llamamos “nuevas tecnologías”? ¿A escribir en ordenador en lugar de máquina de escribir? ¿a hacer uso de internet para acceder a determinada información que te pueda ayudar en la elaboración del libro? ¿a utilizar las redes sociales para dar publicidad a la obra? ¿a mandarle tu libro a blogs, a influencers o a bookstagrammer para que hagan una reseña? ¿a sacar el libro en formato digital? ¿a publicarse en Amazon sin necesidad de editorial y poner tu libro a 0.99 euros para salir entre los libros más vendidos de la semana en tu género y en un determinado rango de edad? ¿a mandar pequeños relatos a revistas digitales? Sea lo que sea, no creo que sea exclusivo de autores noveles. Y, por supuesto, ayudan. Quizás la pregunta habría que hacérsela a esa parte del universo literario que permanece rígida en su manera de entender este mundo (me refiero a grandes editoriales y secciones culturales de los medios de comunicación importantes) y le cambiaría un poco el matiz, formulándola así: «¿Crees que las viejas tecnologías realmente ayudan a los autores noveles?».

¿Qué piensas de la autopublicación?

Pedro Aranda

Lo veo estupendo. En mi caso no hice uso de ella porque quise probar fortuna primero con editoriales y, por suerte, algunas mostraron interés hasta que me decidí por una de ellas. Y muy posiblemente, de no haber encontrado ninguna, el libro no hubiera salido. Quiero decir, que, en mi caso, no me planteé la autopublicación con el conocimiento que tenía del mundo editorial entonces. Ahora, que tengo algo más de experiencia, no es algo que descarte en un futuro, pero los mismos principios por los que en su día no me lo planteaba, siguen intactos casi en su totalidad. Y esos principios no son otros que, después del tiempo que te lleva escribir un libro, encerrado tú solo en una habitación, ponerte a buscar encima la manera de autopublicarte, gestionar tú mismo los pedidos de los libros, hacerte cargo de la inversión inicial sin saber si la vas a recuperar o trabajar en la maquetación tanto externa como interna me parecen motivos más que suficientes como para intentar que alguien lo haga por ti. Pero, como decía, ahora tengo más experiencia que hace un par de años cuando empecé a dar forma de manera más seria a la idea del libro, y soy capaz de ver también ventajas en la autopublicación que antes desconocía. Y todas esas ventajas se reducen a una que es, ni más ni menos, que al final tú mismo tienes todos los derechos del libro y puedes hacer con él lo que quieras. Me refiero a precio de venta, ingreso neto, explotación audiovisual, etc. Y creo, por tanto, que ese hecho, por sí mismo, es capaz de equilibrar la balanza contra los otros que comentaba de la edición clásica.

El ruido que nos separa es tu primera novela, ¿qué supone haber sido nominado finalista en el Premio Icue Negro en Cartagena?

Por lo pronto, una gran alegría. Estar nominado en un premio tan importante anima a cualquiera. Además, me ha proporcionado una repercusión que, de no haber sido elegido, dudo que hubiera tenido. Cuando ves la seriedad y la profesionalidad de la gente que organiza el certamen y todo lo que se mueve alrededor, uno no puede más que sentirse agradecido. Digamos que ahora me siento un poco más escritor de lo que me sentía antes de la nominación.

El ruido que nos separa es una historia de historias donde los personajes a priori parecen muy distintos, ¿qué tienen en común?

El desencanto con la vida que les ha tocado vivir. O, mejor dicho, con la vida que ellos mismos se han buscado. Hace poco, leía en una reseña que es una novela de personajes descarriados llenos de desesperanza. Y me sentí de lo más feliz del mundo, porque precisamente esa era la sensación que quería transmitir. Es cierto que hay una especie de redención en todos ellos a lo largo del libro, pero es más como un consuelo a corto plazo que una emoción duradera. Muchos de los protagonistas han decidido rendirse y si consiguen reaccionar de alguna manera es más bien por circunstancias que se les han presentado de golpe y no porque ellos hayan salido a buscarlas. Supongo que esas características de los personajes vienen impregnadas por ser como es el autor del libro. Te voy a contar algo, a modo de ejemplo. Cerca de donde yo vivo hay un acantilado con unas vistas preciosas. La gente se reúne a diario a ver la puesta de sol. Hay una especie de beach club con música chill out, para que te creas que estás en Ibiza. Yo a veces voy allí, me pido una cerveza y me quedo un rato. Y, de pronto, cuando se está escondiendo el sol, escuchas a la gente aplaudir, levantarse, hacerse autofotos, darse ligeros empujones para coger las mejores posiciones y cosas así. Y te encuentras siempre la siguiente postal: parejas de novios, de pie; ellas detrás de ellos, abrazándolos y diciéndoles cosas preciosas al oído que hacen ponerle a uno la piel de gallina. Sin embargo, mientras toda esta gente disfruta de ese bonito atardecer y se hacen todo tipo de promesas, yo solo veo un sol que baja y un lugar en el que me han cobrado cuatro euros por una cerveza. Lo que quiero decir es que si ese novio al que la chica le está susurrando esas cosas al oído y que no para de aplaudir que el sol ya se ha ido hubiera escrito El ruido que nos separa, muy posiblemente los personajes tendrían en común algo muy distinto a lo que tienen por haberlo escrito yo.

¿Cuánto hay en ella de experiencia personal?

Prácticamente todo, si somos capaces de eliminar la paja, claro. Quiero decir, hay asesinatos en el libro y yo no he cometido ninguno, que yo sepa. Pero obviando determinados hechos, hay características propias que he transferido de manera más o menos evidente a los personajes. Por ejemplo, hay un chico que se dedica a mandar cartitas de amor a su novia (o lo que sea que es). Hay fragmentos de esas cartas que son experiencias personales. Y también hay mucho de historias que me han contado o he escuchado y he acabado glaseándolas y metiéndolas, como la del personaje que va un club de intercambio de parejas. Lo que aparece en el libro me lo contó un amigo… Ojalá tuviera más imaginación y fuera capaz de escribir sobre cosas que no veo. O, al menos, entenderlas. Recuerdo que, en clase de Dibujo, en el instituto, nos ponían unos exámenes en los que aparecían figuritas, y teníamos que dibujarlas en distintas perspectivas, y poner en línea de puntos lo que no se ve. Y yo siempre suspendía, porque solo dibujaba lo que veía. No era capaz de imaginar lo que hay detrás. Y eso mismo me pasa hoy en día con todo. Me pongo a ver, yo qué sé, Drácula y, con grandes dosis de esfuerzo, podría entender qué hacen esos personajes en ese castillo lleno de niebla. Pero es ver al señor de las tinieblas abrir la boca y sacar esos dientes, y se me pone un gesto de dolor en la cara, y tengo que cambiar de película porque no me lo creo. Y si luego decido darle una segunda oportunidad y ver por dónde va, y aparece transformado en murciélago, directamente apago la televisión.

Esta es una novela con playlist, ¿cómo fuiste eligiendo los temas que aparecen?

En realidad, no es tan así. El libro salió a la venta a mitad de diciembre del año pasado, y unos meses después, fui subiendo pequeños fragmentos a redes sociales y los hacía acompañar de canciones que, en parte, me recordaban al contenido del capítulo, a modo de banda sonora. Por ejemplo, hay uno realmente triste y me pareció que Unmade, de Thom Yorke encajaba perfectamente. Quiero decir, que ahí no pegaba Dime qué será lo que quiere el negro, de Wilfrido Vargas. Y cuando empecé a percibir que la gente estaba descubriendo canciones gracias a estas publicaciones, decidí crear una lista con un tema por capítulo, y la subí a Spotify. Por cierto, la playlist, que también se llama El ruido que nos separa, está abierta al público para quien quiera escucharla. Y empieza, como no podía ser de otra manera, con el Break on through de los Doors.

¿Cuál es tu autor de cabecera?

Aquí me pasa un poco como cuando me preguntan por mi canción favorita, o mi cantante favorito. Depende del día, unas veces digo una cosa, y otras veces otra. Ahora mismo, si amenazas con clavarme un alfiler caliente si no te doy un nombre, te diría Raymond Carver.

¿Cómo has vivido el confinamiento y estás viviendo la situación en la que nos encontramos? 

En mi caso, lo que ha ocurrido es que el confinamiento no ha cambiado en exceso mi rutina. Yo ya estaba en el percentil 90 de soledad. Quiero decir, que he seguido haciendo lo mismo que hacía antes, es decir, nada. Pero me sirvió, eso sí, para volver a ponerme delante de un ordenador y revisar textos antiguos que tenía abandonados. A algunos he conseguido darles una segunda vida. La mayoría, por el contrario, han acabado en la papelera de reciclaje y están ya a solo un botón de hacerlos desaparecer para siempre. Ojalá borrar otras cosas fuera tan fácil como darle a un botón, ¿verdad? Vamos a ver en qué quedan las pruebas que está haciendo Elon Musk con el Neuralink, ya sabes, eso de implantarte un chip en el cerebro y de ahí al ordenador para compartir recuerdos. Por lo que he oído, los tests en cerdos han funcionado muy bien. Y hasta se están planteando ya implantar recuerdos de una persona a otra a través de ese chip. Si eso es posible, yo quiero que me implanten los recuerdos de Dave Gahan. Esperemos que no haya ningún problema informático y no acaben poniéndome los recuerdos de alguno de esos cerditos a los que están haciendo las pruebas.

¿Estás trabajando en algún proyecto nuevo?

He tardado 40 años en escribir un libro. Déjame que lo disfrute un poco. Es como si a esos montañeros que escalan cumbres altísimas y pierden hasta dedos de las manos y de los pies por llegar hasta allí, una vez arriba, alguien les dice: “Venga muchachos, no os entretengáis mucho, que ahora hay que hacerlo igual, pero para abajo”. Yo, después de todo el esfuerzo, quiero quedarme, aun sin dedos, a contemplar un poco las vistas. De todos modos, esta es una pregunta que me hacen en todas las entrevistas y nunca sé muy bien qué contestar. Me siento como en el programa aquel de «Humor Amarillo» que daban antes en la tele, en la prueba aquella en la que un tipo con un casco en la cabeza tenía que cruzar de un lado a otro a través de unas piedras circulares que estaban en mitad del agua, y que si pisabas la errónea te hundías y perdías. Y luego, si conseguías llegar al otro lado, había un señor bastante grande vestido de militar obligándote a elegir entre tres puertas y estamparte contra una de ellas sin saber si estaba cerrada y rebotabas contra ella (cayéndote al agua después de todo lo que te había costado llegar), o si la puerta era un papel que podías atravesar y ganabas definitivamente el juego. Yo tengo la sensación de que haber escrito un libro es algo así como haber llegado a la otra orilla, y ahora tengo frente a mí las tres puertas: la de seguir escribiendo novela negra, la que me llevará a otro género, y una tercera, la más bonita quizás, que me dice que hasta aquí hemos llegado y dedicarme a otra cosa. Y yo soy uno de esos simpáticos chinos, que se tomaban genial perder y los veías reírse sin parar, pero con dos salvedades: una, que yo ya sé lo que hay detrás de cada puerta antes de atravesarla, luego está en mi mano elegir a dónde quiero ir. Y dos, que, en realidad lo que estoy haciendo ahora mismo es quitarme el casco y las rodilleras, comprobar cómo tengo los dedos y sentarme en la orilla a contemplar el paisaje. No tengo a nadie vestido de militar metiéndome prisa por elegir qué puerta abrir.