Mauricio Wiesenthal: «La cultura es memoria»


Tenemos la suerte de que nos acompañe hoy Mauricio Wiesenthal para hablarnos de su obra, y especialmente de su libro Orient-Express. El tren de Europa.

Había deseado ser marino, pero al final cambió el mar por las palabras…

Ha habido muchos y buenos escritores entre los marinos, desde Joseph Conrad y Pierre Loti hasta Salgari. De pequeño tuve dos vocaciones: misionero y marino. Al final creo que lo más bello y útil que he hecho en mi vida ha sido enseñar a leer y a escribir a algunos niños en lugares donde madres y padres necesitaban ayuda. Nunca pretendí llevar una vida fácil, porque no creo que nada cómodo -aún peor, si es acomodaticio- sea estético. Jamás compro unos zapatos que se anuncien «como ir descalzo» ni me gusta nada que pretenda ser una cosa distinta de lo que es. No me considero un rebelde pero prefiero «resistir» a integrarme o «adaptarme». Acepto que la resiliencia (la supervivencia en la flexibilidad) es más práctica que la resistencia (la permanencia en pie), pero esta última actitud me parece más bella y construida sobre un horizonte humano más noble, porque la más fácil «adaptación» corre siempre el peligro de convertirse en «conveniencia». Es verdad que, cuando sopla el viento, el junco resiste más que el roble y que la acacia, pero la muerte de estos árboles es más bella, sobre todo si la cuenta Antonio Machado o si la escribe un músico colombiano y la canta María Dolores Pradera. Me ha tocado vivir un tiempo demasiado arbitrario y falto de valores en que el fin justifica los medios, sobre todo cuando se trata de ganar dinero o de justificar una cobardía o una maniobra ventajista. Creo que hay momentos en que uno debe plantarse, incluso ante el riesgo y el peligro, si la causa merece la pena. Tengo la idea de que las mujeres han sido mejores maestras que los hombres en esta respuesta de «resistencia», y veo con esperanza el futuro si progresamos en esta cultura de resistencia. A veces se pierde todo ganando y, a la inversa, se gana algo importante (el valor y la dignidad) perdiendo. «He jugado tantas veces y he perdido -decía Nietzsche- que, cuando gano, me pregunto si no me habré hecho trampas». En cierta manera escribir ha sido para mí vivir entre tormentas, buscando «ínsulas extrañas»…

Ha escrito, entre otras muchas obras, la Trilogía Europea (Libro de Réquiems, El Esnobismo de las Golondrinas y Luz de Vísperas). En Europa compartimos un gran legado cultural, pero parece que ahora se está deshaciendo o que se olvida poco a poco, ¿por qué cree que esto es así? ¿Se podría evitar?

978841601178He escrito mucho sobre maravillosos lugares europeos (Roma, París, Viena, Venecia, Sevilla) y ensayos biográficos sobre personajes de nuestra cultura: Goethe, Mozart, Tolstoi, Stefan Zweig, Nietzsche y Albert Camus, por citar sólo algunos. A Rilke le dediqué un trabajo de muchos años en una obra intensa y extensa que algunos críticos europeos han considerado «la biografía más original y documentada que se ha escrito sobre este poeta». He intentado mantener el recuerdo de nuestros maestros europeos, a unos porque los conocí y a otros porque los estudié. La cultura es memoria, y lo triste es que la «degeneración senil» afecta esa capacidad cognitiva. Europa tiene tanta historia que -desde comienzos del siglo XX- los propios europeos parecemos incapaces de guardar ese volumen de civilización en nuestra conciencia. Se han sucedido las guerras y las revoluciones más deshumanizadas del fascismo y del comunismo. Y buena parte de lo que llamamos «moderno» (a menudo en una apariencia tragicómica de originalidad) es más bien puro dislate y desvarío, como una «demencia senil» que intenta salvarse desesperadamente de la depresión y el estrés, y acaba en extravío y en incapacidad de atención. Ese cambio de personalidad es más que evidente en la Europa actual. Las revoluciones contraculturales, los populismos irresponsables, la decadencia de las sociedades ricas y burguesas en la comodidad ociosa, las injusticias que se cometen sobre las clases trabajadoras, las dictaduras y las guerras han ido acabando con el humanismo europeo. Me gusta el nombre que ustedes han elegido para dar voz a sus inquietudes sociales, culturales, literarias y humanistas: Resistencia Cultural. Creo que debemos reconocernos y confraternizar libremente en nuestra voluntad de «resistencia». Se destruirán todavía muchas cosas antes de que una generación de jóvenes emprendedores y estudiosos reivindiquen -naturalmente con responsabilidad y sentido crítico- el tesoro de sabiduría y experiencia que nos legaron nuestros mayores. Todos los Renacimientos se levantan sobre ruinas.

En su libro La Hispanibundia viene a decir que ni las victorias logradas por España ni las derrotas sufridas solían ser de tanta envergadura como se las tomaba la gente, ¿somos los españoles un poco melodramáticos?

Todos las culturas fantasean y escriben una epopeya heroica de su identidad. Todas las religiones tienen sus teofanías y sus profetas. Todos los Discursos del Método comienzan con un sueño, como el que tuvo Descartes. Todos los países fundamentan su capacidad de lucha y de progreso sobre mitos «fundacionales». Los españoles hemos tenido -gracias al esfuerzo y al valor de nuestros mayores- historia y leyenda en abundancia. Hemos compartido generosamente nuestra cultura, igual que otros compartieron con nosotros vidas y lecciones de provecho. La pena es que, después de haber dado generaciones brillantes de hombres de acción y de gestión (la palabra «gesta» es profundamente española), nos conformamos hoy con producir muchos políticos aburridos, innumerables parásitos de la sociedad trabajadora, algún que otro rapero paranoico, soporíferos críticos racionalistas y una legión de demagogos inútiles. ¿Dónde han quedado el «talento» y el «espíritu»? Un país que no acepta su pasado, y que recorta a su antojo la memoria de sus padres, acaba deshaciéndose en disputas entre hijos y hermanos. Alguien verdaderamente grande dijo que «Un reino dividido en bandos antagónicos acaba siendo asolado, igual que una casa partida se derrumba». Y cuando digo «aceptar el pasado» quiero decir «todo el pasado» (blanco y negro). En mi libro llamé «hispanibundia» al exceso y sobreabundancia de razones y de pasiones que nos distingue a los españoles en las épocas peores de nuestra historia, cuando nos distraemos con disputas ridículas antes de pactar rápidamente un acuerdo social y ocuparnos en una tarea constructiva. Busqué el neologismo «hispanibundia» para soslayar el concepto demasiado ambiguo y ya usado de «hispanidad», porque pretendía exponer una percepción o interpretación de España algo diferente de la que ha sido tradicional entre nuestros pensadores y fue, sobre todo, sustantiva en la Generación del 98. No se me ocultaba que mi ambición heterodoxa -ajena a los bandos tradicionales que se disputan la ortodoxia académica en nuestro país- ya resultaría inquietante para los secuaces de las dos Españas. Y me alegró comprobar que fui malentendido por los nacionalistas de toda índole, de un lado al otro del espectro fanático, pues unos pretendieron sentirse incomprendidos y los otros maltratados, cuando mi libro sólo pretende ser una observación curiosa de la historia de España. La parte más polémica que tiene esta obra es precisamente que -como escritor europeo, educado también fuera de España- me divierte muchísimo ver cuán parecidos son entre sí esos «españolitos furiosos, movidos por causas de honra» que pretenden ser localistas y diferentes de los otros españoles. ¡Si viviese Lope de Vega! Y en el patio de ese corral quedamos el resto de los españoles que nos sentimos cansados de ese romance medieval (pues tiene resabios feudales); hartos de una división fratricida y estúpida que sólo alimenta a los caciques, a los bandoleros, y a los señoritos más rancios y ventajistas de cada bando. ¡Es curiosa esa rabia «diferenciadora» y «selectiva» que distingue a los viejos iberos (más o menos romanizados, germanizados y arabizados) desde la Turdetania hasta la Jacetania o desde los Astures hasta los Lacetanos! ¿No podemos aceptarnos así, como somos y nos hizo la historia familiar, diferentes y hermanos, libres y distintos, necesarios e interesantes los unos para los otros?

Uno de sus ensayos más recientes es Orient-Express. El tren de Europa. El significado de este tren iba más allá del simple medio de transporte, y usted lo ha llegado a definir como «el tren que lleva nuestra memoria». ¿Qué era el Orient Express?

Lo he comparado a veces con el Danubio, el río que atraviesa de Oeste a Este el corazón de nuestra Europa. Era un camino de peregrinación, igual que -en otro tiempo- nuestro Camino de Santiago fue una ruta cultural y comercial muy importante para la gestación de Europa. En ese mismo sentido, desde Londres y París hasta Estambul, el Orient-Express era el muestrario de nuestra cultura, de nuestras lenguas, de nuestra oferta comercial, de nuestra historia y de nuestras religiones. En él se daban cita mercaderes y artistas, reyes, diplomáticos y espías, exiliados y viajeros de todo tipo. Desde Mata Hari hasta Coco Chanel, de Toscanini a Cósima Liszt, de los zares de Bulgaria a las reinas más excéntricas de Rumanía. El tren era como una novela-río, donde todo se convertía en relato, en trama, en intriga apasionante. Por eso tantos escritores (Agata Christie, Maurice Dekobra, John Dos Passos, Ian Fleming) eligieron al Orient-Express como escenario de sus relatos. Mujeres y hombres se convertían en personajes de cuento y de teatro en cuanto subían al Orient-Express. Cristianos (anglicanos, romanos, ortodoxos, luteranos) y musulmanes, latinos, sajones, germanos y húngaros, gitanos, judíos, griegos, eslavos, armenios o turcos… ¡Qué gloria sentirse creyente o agnóstico, blanco, asiático o negro, en medio de este mercado y de este ágora humanista!

Hay una frase en el libro que me encanta: «para nosotros, los europeos, la inmortalidad comenzaba en el misterioso compartimento de un tren».

ACA0406-416x657Alejandro Dumas, enemistado con los gobiernos de Luis Napoleón Bonaparte, pensaba que «la inmortalidad comienza en la frontera». Yo prefería subir al tren porque me permitía llegar más lejos, traspasando incluso aduanas y fronteras. Es un maravilloso antídoto contra el localismo. Me tienta más que la Lotería Nacional, porque un billete de tren tiene siempre premio. Lo escribí en uno de mis primeros libros: «Ser libre consiste en saber huir de los que quieren cazarnos». Es un concepto del viaje que se va perdiendo desde que la gente se mueve sin una finalidad «emprendedora», sólo con el objetivo de desplazarse de un lado para otro. Los viajeros antiguos (Herodoto, San Pablo, Ibn Battuta, Colón, Montaigne, San Francisco Javier, Livingstone, Sir Richard Burton o Lady Hester Stanhope) se movían para estudiar, para abrir mercados, para escribir obras de historia o de geografía, para entregar su vida en una vocación misionera como médico o como humanista, o para descubrir lugares inexplorados. A mí me cuesta entender que un individuo pueda hacer un viaje sin sentido a un lugar donde no conoce el idioma ni la cultura, sin mayor provecho de estudio, de trabajo ni de comercio, y donde no tiene nada que aportar -más que contaminación y basura- a la gente que vive tranquila en esa parte del mundo. Comprenderá que cuando le hablo de trenes no me refiero a un fin de semana de agosto en los vagones atestados que llevan a playas turísticas. Eso no es un «viaje», sino un baño penoso y complicado.

También el Orient Express representaba una forma de vida que desaparece (si no ha desaparecido ya), más pausada, que permitía observar. ¿La prisa se lo lleva todo?

Europa es un continente de distancias pequeñas, y por eso nuestra cultura estaba fundamentada -desde los romanos- en los puentes, en los puertos y en la apertura de vías de comunicación, en la meditación estudiosa, en los tiempos mágicos y religiosos de la agricultura (la poda, la siembra, la siega, la vendimia), así como en la observación (base de la ciencia), en el comercio, y en la conversación (cimiento del raciocinio dialéctico, de la civilización social y de la alternancia democrática). En cuanto nos acercamos a la velocidad del sonido nos salimos de nuestro mapa, y comienzan los problemas para aparcar…

Por sus libros han pasado una ingente galería de personajes, algunos de los cuales ha conocido personalmente. ¿Cuál le ha dejado una impresión más marcada?

Tengo, afortunadamente, facilidad para aprender cuando encuentro a seres humanos que pueden enseñarme muchas cosas. Tuve la suerte de encontrar en mi camino a maestras y maestros inolvidables. Me imagino el Paraíso como un viaje eterno con compañeros apasionantes. Y el Infierno, lo mismo, pero con un vecino insoportable de esos que se empeñan en explicarte la historia del arte románico, cada vez que el tren pasa por delante de un campanario. Cuando era muchacho y viajaba en mi vagón de tercera llevaba siempre un periódico ruso, y lo desplegaba sólo cuando tenía un vecino pesado. En cuanto el tipo entrometido veía aquellas letras tan raras del alfabeto cirílico, me dejaba tranquilo. A veces, en la España de Franco, tenía miedo de que alguno me viese leyendo el Izvestia y pudiera pensar que yo era un espía del Soviet Supremo.

El tren nos llevaba hasta ciudades fascinantes como Estambul. De todas aquellas ciudades (también aquellas abiertas como Alejandría, Tánger o quizás todavía, Beirut), ¿queda algo?

Cuanto más grandes pretenden ser hoy las ciudades más cerradas me parecen. Detesto los récords (los edificios fálicos, las viviendas de cemento al estilo soviético, los trenes balas que pretenden adelantarse al viento) que me parecen más propios de la megalomanía yanqui o del imperio del Sol Naciente que de nuestra medida y pausada cultura europea. Sin embargo, queda cierto misterio intrigante y divino en algunas de esas ciudades que me cita (Alejandría, Tánger, Estambul).

Ahora se puede viajar (cuando lo permita la situación de pandemia que vivimos) en el nuevo Venice Simplon-Orient-Express, ¿es un ejercicio de nostalgia?

978843501148Creo que el Orient-Express reconstruido podría compararse mejor con un museo. Se han recuperado vagones y piezas valiosas del tren antiguo, todo ello acompañado de un servicio experto y cuidadoso. Un viaje en este Orient-Express tan evocador que hoy han recuperado algunos empresarios turísticos -a base de encomiable trabajo artesanal y «arqueológico»- podría despertarnos la conciencia de todo cuanto debemos guardar y recuperar. Las piezas de museo -como una bella pintura restaurada, una escultura salvada de una ruina, o un manuscrito rescatado- no me producen nostalgia, sino la alegría de que en el mundo hayan existido y existan almas capaces de ver la belleza, y también otros seres humanos capaces de valorarla, conservarla y compartirla. Creo que ustedes me comprenden mejor de lo que me explico: Resistencia Cultural.

Acaba de publicar Suite romántica en la que hace un esbozo de tres de los personajes más importantes del Romanticismo: Goethe, lord Byron y Walter Scott, ¿está trabajando ya en algún nueva obra?

Trabajo siempre a la vez en varios libros. Mi editora, Sandra Ollo, ya tiene más obra mía por publicar en Acantilado. Menos mal que ella tiene una experiencia probada y un instinto genial para su oficio, y me quita los libros para que no los retoque más. Me gusta cortar, afinar, pulir y corregir, y encuentro siempre deficiencias y errores en mi obra. Pero ella sabe que un libro tiene su hora y su punto -igual que un asado-, y en ese momento o se quema o se convierte en «otra obra». Me cuesta mucho comprender por qué hay escritores, pintores o compositores que se conforman con esbozos y quieren vender pronto y bien esos cadáveres descuartizados que guardan en sus armarios. Conocía yo un pretendido experto en marketing que se ganaba la vida vendiendo cacerolas y explicando a sus alumnos que la atención de la gente sólo puede durar diez minutos (contando con que se les cuenten chistes y se les proyecten dibujos animados en una pantalla). Creo, por el contrario, que una buena novela necesita vidas y personajes (¡sobre todo personajes!), a diferencia de un cuento que admite una trama, una intriga o un sencillo relato. Como decía nuestro gran Valle Inclán, la diferencia entre novela y cuento es que «la novela obliga a quedarse más horas sentado en casa»… Pero la poquedad y el desamparo de los artistas en nuestro tiempo obliga a muchos a producir retales y fruta verde. Si las pobres pantaloneras tuviesen esa desfachatez que distingue hoy a ciertos escritores venderían sólo shorts para ahorrarse tela y trabajo. Ya la «moda povera» -salvo honrosos aciertos, pues el arte siempre tiene sorpresas- me parece un intento de sacarle a uno el dinero vendiéndole unas chanclas y unos trapos rotos. En resumen, un escritor no es más que lo que es capaz de resistir y vivir, y debe de tener paciencia para que su cosecha madure. Recuerdo que Julián Marías valoró un día una obrilla mía de juventud -más audaz que bien hecha- y me advirtió: «Ortega nunca fue tan generoso con mis escritos y nunca me dijo que nada de lo que yo hacía le gustase». Viajar, estudiar y trabajar muchas horas sin descanso (incluso en oficios bien distintos para poder costear el tiempo que dedicaba a mi propia literatura), en eso ha consistido mi vida. Para resumir: ¿No le parece a usted impertinente el pitido de los teléfonos que dicen: «deje su mensaje, después de que suene la señal»? A mí se me ocurre siempre dejar el mensaje «antes». Y creo que ser escritor consiste en hacer una llamada al infinito, hartarse de que nadie conteste al otro lado, y dejar un mensaje antes de que suene el bip….